Hubo una época en que a la gente le costaba distinguir entre la vida y obra de sus ídolos. Cruzarse con el astro favorito era más importante que el casamiento de un hijo. Después, el romanticismo comenzó a morir. Y mientras los investigadores deciden si fue por causas naturales o por asesinato, el autor de las siguientes líneas inicia el rescate de los cholulos.
Para jugar, para gozar del arte o para asombrarse ante lo mágico, siempre es indispensable condescender a una amable seriedad. Los chicos disfrutan intensamente sus diversiones, precisamente porque se las toman en serio. Por el contrario, el escepticismo, el cinismo y la morbosidad analítica pueden dejarnos fuera de muchos deliciosos entretenimientos. Ninguna obra artística podría interesarnos si no aceptáramos de antemano creer en lo que se nos cuenta, aunque sepamos que es falso. Pensemos en el teatro: si uno razona que el hijo moribundo, la madre desesperada y el traidor asesino no son más que individuos fingiendo, difícilmente pueda encontrar emoción alguna.
El conocido racionalista de Flores, Aquiles Fabregat, que no comprendía estas cosas, solía asistir al cine Fénix de la avenida Rivadavia. En lo mejor de la película, cuando las viejas lloraban por las desventuras de Arturo de Córdova, Fabregat explicaba en voz alta que todo era ilusión óptica y que el drama que el público creía ver no era otra cosa que una serie de fotografías proyectadas por una lente. Después, trataba de impartir elementales nociones acerca del funcionamiento de la retina, aspecto que -por lo general- desarrollaba mientras lo echaban a patadas. Quiero decir con todo esto que para vivir ciertas experiencias se necesita un poco de ingenuidad. No es que uno postule el pajueranismo intelectual de los abribocas que se desmayan ante las puertas giratorias. Pero es evidente que la perpetua demostración de perspicacia acaba por confinarnos en un mundo insípidamente real.
Así, en los últimos años han desaparecido entrañables costumbres populares, solamente porque las personas se sienten demasiados astutas para ejercerlas. Ya no se dan serenatas. Nadie se disfraza. Nadie escribe con el dedo en los vidrios empañados. No se juega a la escondida. Nadie se asusta con las películas de terror. En medio de este engrupimiento general, no es de extrañar que haya disminuido la cándida admiración que antes despertaban los artistas, los deportistas y las figuras famosas. Cholula era un personaje de historieta, no demasiado popular, cuya característica era la demasiada atracción por las estrellas de cine. Con el tiempo, los periodistas empezaron a llamar cholulos a todos aquellos que manifestaban tendencia a deslumbrarse ante la fama. A mí me parece que el remoquete encierra mucho desprecio.
Y denuncio que su uso se extendió cuando ya los cholulos estaban en minoría. Antes de eso, cuando todavía existía esta desagradable palabra, el cholulismo conoció su momento de auge. Los artistas no eran entonces personas de carne y hueso, como se nos miente ahora. Tenían categoría de semidioses. Los actores no podían salir a la calle sin producir un batifondo. Alberto Castillo y Jorge Vidal obligaban a cortar el transito. Las señoras comentaban los romances de Zully Moreno o Laura Hidalgo como si fueran asuntos de interés nacional. Cuando Isabel Sarli asistía a los estrenos, sus fanáticos se esmeraban para terminar de desnudarla. Haberse cruzado alguna vez con Miguel de Molina era un episodio más conmovedor que el casamiento de un hijo.
Cierto es que algunos astros lamentaban la intimidad perdida. Al parecer, les resultaba imposible ejercitar cualquier actividad -aun las más personales- sin ser ovacionados por la multitud. A veces la gente no alcanzaba a distinguir los límites entre la vida y la obra artística de sus ídolos, cosa que -de paso- constituye el ideal del romanticismo.
Cuando las compañías radiales de Héctor Bates salían de gira por los cines, los actores que hacían los papeles de malvados debían soportar los insultos y los coscorrones de un publico ingenuo y justiciero. Tanta arrebatadas expresiones no siempre fueron hijas del caos y el amontonamiento. Algunos fanáticos ordenados procuraban encauzar el entrevero y darle forma institucional. Así nacieron los clubes de admiradores.
Las tareas cotidianas de estas instituciones son para el que escribe un absoluto misterio. Sin embargo, puede adivinarse que repartían fotografías, que mantenían correspondencia con las revistas y hasta es posible que existieran comisiones destinadas a conseguir prendas y recuerdos de la figura amada. Cabe imaginar la instalación de vitrinas para exhibir corbatas, botones, medias, camisas, zapatos, guantes, mechones y calzoncillos de origen estelar. No todos los clubes habrán sido iguales. Pedrito Rico o Palito Ortega deben haber inspirado entidades poderosísimas. Humildes serían las instituciones para exaltar a Lalo Fransen o a Adolfo Pérez "Pocholo".
Organizarse en grupos para admirar es -nadie lo dude- propio de espíritus nobles y desinteresados. Así lo entendió el polígrafo y pensador de la calle Artigas, Manuel Mandeb. el hombre, cautivado por la generosidad de estas iniciativas, resolvió -como siempre- ir un poco más lejos. Así surgió el Club de Admiradores. Como su seco nombre lo señala, la entidad no propugnaba ninguna admiración particular, sino una actitud admirativa general y filosófica. Noche a noche, los socios se reunían para maravillarse ante cantores, guardavallas, sastres, héroes, santos y bandoleros. Se admiraba la claridad de una luna, el color del último vagón de los trenes de carga, las carambolas de Ezequiel Navarra, el olor de las panaderías y el diseño mágico del siete de oros. El club de Mandeb desapareció por sus propósitos demasiado amplios y por la falta de pago del alquiler de sus oficinas.
Los Refutadores de Leyendas, que odiaron siempre a los cholulos, eran más proclives al rechazo que a la exaltación. Con toda insidia promovieron la fundación de clubes rechazantes, que muy pronto prosperaron en la ciudad. El Club de Rechazantes de Antonio Prieto, sin ir más lejos, organizaba reuniones en las que se proferían toda clase de denuestos contra el cantor chileno. Muchas veces los socios asistían a los recitales para silbar o sencillamente para no aplaudir. Los Refutadores siempre han creído que el rechazo es señal de inteligencia. Hoy en día se tropieza a cada paso con personas que se reputan lumbreras en virtud de su disgusto por Héctor Larrea. Y, en rigor de verdad, hay profesionales y pensadores que fundamentan su carrera en el sistemático rechazo a cualquier cosa.
Pero volvamos a los buenos cholulos. Un deporte que practicaron con tenacidad fue la caza de autógrafos. Esta disciplina encuentra soporte en el error de confundir a las personas con su firma. Como quiera que sea, los cazadores de autógrafos existieron y existen en todo el mundo. A principios de siglo la firma de Bernard Shaw se cotizaba en 50 libras. Se cuenta que Shaw liquidaba sus deudas entregando cheques por sumas inferiores a esa cantidad. De este modo, nadie se presentaba a cobrar al banco: era más negocio vender los cheques como autógrafos.
En nuestros días asistimos a un nuevo cholulismo: El de los intelectuales y el de los funcionarios. Por supuesto que esta gente no persigue a los cantantes de boleros. Mas bien se amontona en torno a los escritores y políticos, particularmente si son extranjeros. Lejos de criticarlos, me atrevo a saludarlos. Junto a las pelandrunas que siguen a Menudo, son los últimos admiradores ingenuos que nos van quedando.
Pese a estas expresiones tardías, presiento que el cholulismo es una causa perdida. Mala señal es avergonzarse de los sentimientos. Mala señal es apostar al aburrimiento de los sabelotodos. Mala señal es el temor al ridículo. Porque quien teme al ridículo está perdido para toda acción heroica.
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